Escribíme, coño, y perdoná el tono,
pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?)
para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.
Última carta de Julio Cortázar enviada a Alejandra Pizarnik.
Ay, Ariadna, no se qué costumbre la tuya de consumir drogas, si te mirás al espejo pensás que eres otra mujer, una demacrada, con la cara llena de silencios. Yo no te quiero así, yo te quiero viva. No sé qué ves del otro lado de la vida, allá está la mismísima nada, pero hay desiertos, no hay polos, hay nada.
Te digo, Ariadna, me hubieras visto cuando te llevaban en el auto, hablabas el lenguaje de los muertos y tus palabras me atravesaban como cuchillos, yo no sé ni qué hacía en tu casa, quizá iba para llevarte de la mano a Nuuk.
¿Vos sabés que las drogas te van a voltear? Pero durísimo, a vos te gustán los porrazos, como a los boxeadores que se suben al ringside con la única intención de no salir vivos, yo te entiendo, estar arriba es como estar con Dios. ¿Recordás cuando te leía poesía? Siempre citabas a Bolaño: Sólo la poesía y no toda, eso que quede claro, es alimento sano y no mierda, pero los putazos son putazos, piba, no más.
Ay, che, yo sé que no te gustán los doctores, pero era necesario que vinieras, en esos momentos no sabíamos si estabas, sólo te gustaba sentarte y decías que el cielo caería como un ojo de oro cae en el agua, no sé si te gustaba que pusiera mares en tus labios, pero vos los recibías con los ojos bien abiertos, para que no te metiera la lengua de otros en la boca.
¿Te acordás cuando encontramos huevos de dinosaurio en tu jardín?, qué digo, si vos no tenías jardín, subías a la terraza y entonces te veías doblada como una margarita, mirabas tu reflejo con los ojos cerrados y te beatificabas en el lavamanos, yo te veía de soslayo y jugaba a ver qué tanto sonreías para hacer de tu sonrisa un anillo, decías entonces que Zurita tenía razón, que los desiertos de Atacama eran azules, yo te hablaba del zen y de las ventajas de la no acción y vos sólo veías mi cara entusiasmada que miraba tu cara.
Pero ya estamos en el médico y me siento a ver cómo te reviven con una de esas inyecciones que hasta dan risa, pero dentro yo tengo miedo y eso vos no lo sabés, sólo te tomo de la mano mientras Sandra sujeta tu cabeza para que no se te caiga, yo le agradezco a Sandra, de no haber sido por ella; Ella me dijo que conocían a un pibe cerca de tu casa, que si bien no era médico ya estaba por terminar la carrera, o yo qué sé, pero ya estamos aquí. Ay, Ariadna, yo no sé si despiertes, quizá te estás quedando ciega, por eso querés que te tome de la mano y te abrace, o quizá sólo querés que me saque el corazón y te lo entregue en las manos, así solito, como un pulpo resbaladizo.
Y no sé qué decirle a tu vieja, acaba de llegar del trabajo, tiene los tacones en la mano y un pucho en la otra, pero qué te digo, si ella no fuma, ya ves; esta puta imaginación, pero tu vieja, tu vieja tan preocupada, te juro que nunca había visto a alguien llorar así, a moco tendido, cargando piedras en la mano, no sé por qué. Y tu tío afuera, encabreado, con ganas de estrellarme la cara, te juro que yo no le decía nada, para qué, si me iba a pegar que me pegara, al fin que todo me dolía.
Yo no sé si algún día dejés las drogas, a vos te gustá compararte con Pizarnik. Decís que también eres adicta a las anfetaminas, que escribís la noche llena de ojos, que escribís tu ausencia junto a la de ella, pero que se vaya, que se vaya Pizarnik y te deje aquí.
A Ana Valeria Cano Pérez.
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